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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

lunes, 31 de enero de 2011

día 1995. Doctorow. El primer Gran Objeto de las Colecciones Langley


Después de lo que conté ayer, hubo una redada violenta de la Policía. Estos dos extractos, separados por un párrafo que no transcribo, de las páginas 78 y 79, dan una buena idea de los personajes.

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En los días posteriores a la redada policial, la casa se nos antojaba un espacio inmenso y reverberante. Después de haber vaciado los salones para el último baile, no habíamos encontrado aún el momento de desenrollar las alfombras, subir los muebles y ponerlo todo en su sitio. Se oía el eco de nuestros pasos, como si estuviéramos en una caverna o una cripta. [...]

Aunque por supuesto en su momento no fui consciente de ello, esa época marcó el inicio de nuestro abandono del mundo exterior. No fue solo la redada y la mala opinión de nuestros vecinos ante nuestros bailes, claro que no. Los dos habíamos fracasado en nuestras relaciones con las mujeres, una especie que ahora en mi cabeza pertenecía bien al cielo, como mi querida e inalcanzable alumna de piano Mary Elizabeth Riordan, o bien al infierno, como sin duda era el caso de Julia, esa ladrona embaucadora. Aún albergaba la esperanza de encontrar alguien a quien amar, pero sentía, como nunca antes, que mi invidencia era una deformidad física capaz de ahuyentar a una mujer agraciada igual que una joroba en la espalda o una pierna lisiada. Mi imagen de mí mismo como ser defectuoso me inducía a pensar que el aislamiento era el camino más sensato para eludir el dolor, la pesadumbre y la humillación. No es que éste fuera mi estado de ánimo permanente; con el tiempo saldría del desaliento para descubrir a mi verdadero amor –como tú bien debes saber, mi querida Jacqueline–, pero lo que yo había perdido entonces era el vigor mental que proviene de la felicidad natural de saberse vivo.
Langley había reconvertido su amargura de posguerra en una vida del espíritu iconoclasta desde hacía tiempo. Al igual que con la brillante idea de los bailes, en adelante procedería a la ejecución plena y desinhibida de cualquier plan o fantasía que se le ocurriese.
¿He mencionado lo grande que era ahora el comedor? Un voluminoso rectángulo de techo alto que siempre había dado una sensación de oquedad, incluso en los tiempos anteriores a los bailes, con su alfombre persa, sus tapices y aparadores y apliques en forma de antorcha, sus lámparas de pie y su mesa de estilo imperio con dieciocho sillas. La verdad es que nunca me gustó el comedor, quizá porque no tenía ventanas y estaba situado en el lado norte de la casa, el más frío. Al parecer, Langley tenía esa misma sensación, porque fue allí en el comedor donde decidió instalar el automóvil Ford Modelo T.

E.L. Doctorow, Homer y Langley; traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla; ediciones Miscelánea; primera edición de abril de 2010.

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