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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

sábado, 29 de enero de 2011

día 1997. Homer y Langley, las dos primeras páginas y la ceguera del primero

Desde que leí las dos primeras páginas, supe que este libro me iba a meter muy dentro de la historia, o la historia muy dentro de mí, buscando conexiones por improbable que pudiera parecer que existieran.

Soy Homer, el hermano ciego. No perdí la vista de golpe, fue como en el cine: un fundido lento. Cuando me dijeron lo que ocurría, me interesó medirlo; entonces tenía menos de veinte años y todo me despertaba curiosidad. Lo que hice ese invierno en particular fue situarme a cierta distancia del lago de Central Park, y ver qué veía y qué no veía conforme los días iban pasando. Las casas de Central Park West fueron lo primero en desaparecer: se oscurecieron como si disolvieran en el cielo oscuro hasta que dejé de distinguirlas;; luego empezaron a perder su forma los árboles y al final, esto ya en las postrimerías de la estación, quizás a últimos de febrero de este invierno tan frío, ya solo veía las siluetas espectrales de los patinadores flotar ante mí sobre un campo de hielo, y el hielo blanco, esa última luz, pasó a ser primero gris y después totalmente negro, y perdí la vista por completo, aunque sí oía con toda claridad el chis chas de las cuchillas sobre el hielo, un sonido muy gratificante, un sonido suave aunque plenamente intencionado, de un tono más grave del que cabría esperar en las cuchillas de los patines, quizás porque tañían  el contrabajo resonante del agua bajo el hielo, chis chas, chis chas. Oía a alguien deslizarse rápidamente en una dirección, y de pronto el viraje rematado con un largo chaaasc en el momento de detenerse el patinador, y de pronto me echaba a reír por el regocijo que me producía esa habilidad del patinador para detenerse en seco, para deslizarse con sus chis chas y parar de pronto con su chaaasc.
Naturalmente aquello también me entristeció, pero fue una suerte que me ocurriese entonces, en plena juventud, cuando, sin noción de estar convirtiéndome en un inválido, pasé a aprovechar en mi mente otras aptitudes, como un oído extraordinario, que desarrollé hasta niveles de alerta casi visuales. Langley me decía que tenía el oído de un murciélago, e intentó demostrar la proposición, ya que le gustaba someterlo todo a examen. Yo conocía bien nuestra casa, por supuesto, la conocía de arriba abajo, sus cuatro plantas, y podía desplazarme por todas las habitaciones y subir y bajar por la escalera sin la menor vacilación, sabiendo de memoria dónde estaba todo. Me conocía la sala de diario, el gabinete de nuestro padre, la sala de estar de nuestra madre, el comedor con sus dieciocho sillas y la larga mesa de nogal, la despensa y la cocina, el gran salón, los dormitorios; recordaba el número de peldaños alfombrados entre las plantas, ni siquiera tenía que sujetarme a la barandilla; cualquiera que no me conocieses no se habría dado cuenta al verme de que se me había apagado la vista. Pero Langley sostenía que sólo si no intervenía la memoria tendríamos la verdadera demostración de mi capacidad auditiva, así que cambió las cosas un poco de sitio, me llevó a la sala de música, donde previamente había arrastrado el piano de cola a un rincón distinto y había puesto en medio de la sala el biombo japonés, con su dibujo de unas garzas en el agua, y para no quedarse corto me dio varias vueltas en el umbral de la puerta hasta anular por entero mi sentido de la orientación, y no pude menos que reírme porque, mira por dónde, rodeé el biombo y me senté ante el piano tal como si supiera dónde lo había puesto Langley, como así era: yo oía las superficies, y le dije a Langley: Un murciélago silba, eso hace, pero yo ni he tenido que silbar, ¿a que no? Langley no salía de su asombro;  Langley es el mayor, me lleva dos años, y siempre he procurado impresionarlo como fuera. Para entonces él ya estudiaba primero de carrera, en Columbia. ¿Cómo lo haces?, preguntó. Esto tiene interés científico. Contesté: Siento las formas por el aire que desplazan, o siento el calor de las cosas, y por más vueltas que me des, incluso hasta marearme, te diré dónde el aire está lleno de algo sólido.
Y también hubo otras compensaciones. Tuve profesores particulares para mi educación y además, claro, seguí asistiendo sin problemas al Conservatorio de Música del West End, donde estudiaba ya antes de la incidencia. Gracias a ese talento para el piano, mi ceguera resultaba aceptable en sociedad. Con los años, la gente empezó a hablar de mi galantería, y desde luego atraía a las chicas.

E.L. Doctorow, Homer y Langley; traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla; ediciones Miscelánea; primera edición de abril de 2010.

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