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[Once meses sin aportar nada es demasiada vaguería. Quizá lo dejé porque lo que leo no suele estar en las mesas de novedades. ¿Qué importa?, me he dicho esta mañana. Esto es algo íntimo. Todo lo más, para curiosos].

domingo, 1 de mayo de 2011

día 1965. “Diario de una traducción”, de Ramón Buenaventura (XIII). Y carta personal al traductor y autor del Diario

Capítulo XLV

También por el Diario pasan los años. Esos alimentos que eran raros en Estados Unidos cuando se escribió la novela, pueden ser comunes allí y aquí en un breve período de tiempo. El término quinoa, raro entonces, te asalta desde decenas de productos desde el momento en que entras en una parafarmacia o un centro vegetariano. Es más, mi pareja desayuna una combinación de cereales en la que nunca falta la quinoa, así que muchas veces veo el paquete en un estante de la cocina. De los problemas que trae el que una personaje sea cocinera, muchos de ellos los he sufrido yo, traduciendo libros de cocina y volviéndome loco porque el 80% de los ingredientes no existían en España; y, claro está, tampoco sus nombres (más de una vez, recuerdo, decidí “pongo tomates y que sea lo que Dios quiera”. Y el remate, como explica Buenaventura, es cuando los lectores objetivo son de España y de Latinoamérica, donde los nombres suelen variar de un país al otro. Ya que al escribir sobre este capítulo me estoy permitiendo referencias a aquellos años prehistóricos en los que comía y pagaba el alquiler gracias a la traducción, me voy a permitir otra. Recibí un día una carta de un centro de estudios amazónicos, con sede en Iquitos. No conseguí saber por qué me eligieron, más allá de una generalidades del tipo “el Padre XXX nos lo recomendó” (generalidades porque no tenía ni idea de quién era el Padre XXX). Querían que tradujera un libro que me enviaban con la carta, de un explorador y naturalista inglés de la primera mitad del XIX. El libro era una preciosidad, no como objeto, sino por su contenido. Pero cuando llevaba leídas tres páginas les escribí diciendo que era imposible que lo tradujera, pues en esas 3 páginas citaba ya 5 tipos de palmera, cuando mis conocimientos al respecto se limitaban a 2: la que da dátiles y la que adorna.

Me respondieron enseguida, diciéndome que no me preocupara, que lo que les interesaba era mi “estilo” en la narración de las aventuras: que tenían catalogados miles de palmeras diferentes, cuyos nombres solían cambiar cada 20 kilómetros. Ellos se encargarína, donde fuera posible, de añadir el nombre latino.


Capítulo XLVI

La gloria de un traductor, el italiano en este caso, cuando contribuye con un punto de vista que el autor no había puesto, pero acepta encantado.

Y ahora, para aliviar un poco la tensión culinaria, acudamos al sexo bruto y duro, que también aparece en The Corrections, aunque nunca con la frecuencia que el lector saludable normalmente ansía. She was haunted, just as she’d feared, by the afterimage of his dick. She felt gladder and gladder that she hadn’t let him put it in her. La frasecita no presenta la menor dificultad, a no ser que uno ignore hasta lo más elemental del vocabulario grosero en lengua inglesa. Si la traigo aquí, es para comentar la ocurrencia del traductor italiano, a quien no gustaba poco ni mucho la traducción literal de «she hadn’t let him put in her» (no le había permitido metérsela) y propone «farglielo assaggiare» (hacérselo probar), que, según él, añade al texto un toque culinario la mar de ad hoc. El autor aprobó la moción con entusiasmo. Ya ven ustedes, pues, hasta qué extremos puede llegar la creatividad de los traductores, cuando nos ponemos a ello.

Capítulo XLVII

Es necesario, poner este capítulo entero. Al final, en unas brevísimas conclusiones, le contesto.


Hay un refrán sefardí que estos oídos han oído, todavía retozón y pronunciable, en el Tánger de la infancia y la adolescencia: «¿Quién alaba a la novia coxa? Su madre la tullida» (es texto cantábile con las inflexiones de la jaquetía; la elle de «tullida» se pronuncia a la bonaerense, pero sin exagerar, che).
No seré yo, madre tullida de esta traducción, quien la alabe, sin embargo. Pusiéronla bien, y hasta muy bien, los pocos críticos que en sus reseñas la mencionaron, y dejáronla en buen sitio quienes, sin mencionarla, alabaron la «extraordinaria riqueza de lenguaje» de Las correcciones (que, claro, tanto o más pertenece al traductor que al escribano original). Pero lo más frecuente es que los críticos no hayan leído dos veces el libro, o séase: que sólo hayan leído el original o sólo la traducción; y, por consiguiente, no es que ninguneen la traducción, como tanto denuncia la trujamanería andante (para coche no da este oficio), sino, sencillamente, que, preguntados, poco podrían decir de ella con verdad.
Quienes realmente conocen el valor de una traducción son los pocos individuos que se han leído el original, que conocen la versión al otro idioma y que, encima, tienen criterio demostrado. García Gual hablando de una nueva versión española de la Iliada, pongamos por caso. No sé si, aparte del neoyorquino Eduardo Calvo y un servidor de ustedes y Elena Ramírez (su editora), habrá alguna criaturita humana que se haya leído The Corrections y Las correcciones, de modo que me van a permitir que pase muchísimo de la opinión ajena sobre mi traducción de esta novela y exprese la mía con rotundidad: non vale un tiesto foradado, que diría el Arcipreste.
No, en serio, no vale gran cosa. Tiene el mérito de la buena voluntad y del esfuerzo, rayano a veces en la cabezonería; pero ya conocen ustedes la vieja máxima sabia: «lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible».
Traducir bien The Corrections es imposible
Capítulo XLVIII

Dedica este y los dos capítulos siguientes, a hablar de las dificultades insalvables de la presente traducción. Imposible resumir lo que dice, así que lo copiaré entero:


Traducir bien The Corrections es imposible por acumulación de dificultades insalvables. Vamos a dedicar los últimos artículos de este ya largo diario de una traducción a repasarlas, como última lección de una experiencia que está bien para haberla vivido, pero que uno preferiría no añadirse otra vez al currículo.
Primera dificultad insalvable. Cuando una editorial decide publicar un libro tan exitosísimo en origen como The Corrections no solo tiene que pagar un buen adelanto, sino que ha de negociar con el autor y demás derechohabientes como si estuviese comprando el birlibirloque original de Midas (lo cual, a la hora de la verdad, puede no ser cierto; de hecho no resultó cierto, en el caso de The Corrections: el éxito europeo fue mucho más de prestigio que de gruesas ventas). Una de las concesiones que hubieron de hacer las editoriales europeas en este caso concreto consistió en aceptar la coordinación del lanzamiento; y ello implica casi siempre, para todos los afectados menos el que más manda, un acortamiento del tiempo disponible para el trabajo de traducción. Servidor de ustedes tuvo que traducir The Corrections a uña de caballo, quadrupedantemente, como quien dice, sin tiempo para asimilar bien los problemas del texto y poner en adobo las soluciones.
¿Culpa? De nadie. Así es la vida.
Segunda dificultad insalvable. El señor Franzen tenía su carrera literaria perdida cuando se puso a escribir The Corrections: sus libros anteriores habían gozado de críticas más o menos positivas, pero no habían superado los mínimos comerciales que permiten sobrevivir en un mercado como el editorial. De modo que decidió echar el resto en su nueva novela, y lo echó con feroz entusiasmo: ahí va todo lo que sé y todo lo que puedo pretender que sé (porque para eso están las enciclopedias y los opúsculos especializados). Medicina, comercio, finanzas, física, economía, sociología, química, ingeniería, cocina, publicidad, márquetin, moda, marroquinería, juguetes, frutos tropicales, automóviles, con un etcétera nada corto, todo ello investigado más o menos a fondo o, por lo menos, todo ello expresado en su jerga correspondiente.
Capítulo XLIX

[Seguimos con la segunda «dificultad insalvable»]
Buena parte de este revolcadero lingüístico es intraducible, porque la jerga ad hoc no se ha desarrollado igual en español. El traductor se encuentra una y otra vez con el mismo problema: sabe lo que el autor quiere decir, pero no puede expresarlo igual, con la misma eficacia; tiene que explicar. Un bono emitido por una autoridad municipal, que deja poco rendimiento pero es muy seguro, y que compran los pusilánimes financieros, puede explicarse, pero no nombrarse en español. Afortunadamente para la traducción, lo cierto es a) que el vocabulario especial se queda, casi siempre, en pura lentejuela literaria, casi enteramente prescindible; b) que, incluso, en algún momento el texto gana cuando de él se eliminan, por necesidad, determinados chistes o asociaciones basadas en términos profesionales y pelín traídas por los pelos en el original.
Pero, ojo: que una traducción pueda funcionar mejor que el original en determinados pasajes no significa que sea buena, sino aún más traidora de lo habitual.
Tercera dificultad insalvable. Una de las muchas y variadas catástrofes sociales, económicas, culturales, etc., que hoy en día vivimos no tiene nombre, porque nadie la ha estudiado aún con el necesario detalle, pero podríamos denominarla «pérdida casi total de las referencias comunes».
Hablo de la comunicación por alusiones que venimos practicando desde los principios de la raza humana (es decir de la lengua). Su máximo ejemplo de eficacia está en aquel metachiste que corrió, en tiempos, hasta por el Selecciones del Reader’s Digest: ese grupo de gente que se conoce tanto, y tan bien, que para contarse chistes sólo tiene que cantar el número. ¡El siete! Y todos se despepitan de la risa, menos los dos o tres a quienes no les hace ninguna gracia esa cifra concreta.
Capítulo L

[Seguimos con la tercera «dificultad insalvable»]
Eso, señoras y señores, c’est fini. Hemos perdido o estamos perdiendo sin que nadie pueda evitarlo las referencias tradicionales de la cultura occidental. Ya casi no podemos abreviar nuestra comunicación mediante los lugares comunes de la religión, la mitología, la literatura, las artes. Persisten algunas referencias (no sé: Adán y Eva, el caballo de Troya, Salomón, Júpiter, Venus, don Quijote, don Juan), pero la mayoría se han trocado en misterios insondables para la gente de nuestra época, cuando no remiten al cine o la publicidad. Por ejemplo: Correcaminos es mucho más rápido que Mercurio, dónde va a parar.
Lo malo de todo sistema de referencias en proceso de creación es que nadie sabe cuánto van a durar los elementos que nos propone. Las gracias publicitarias son como triquitraques y casi ninguna queda. Las gracias cinematográficas persisten algo más («nadie es perfecto», «siempre nos quedará París»), pero tampoco son fiables al cien por cien. Y, ahora, Internet consume cincuenta mil tópicos a la semana sin pestañear.
The Corrections está repleto de referencias postuladas que no sólo son provisionales, sino también locales norteamericanas. Por ejemplo: el lector debe entender que un personaje abunda en horterío porque compra los muebles en tal sitio (una tienda de la que no hemos oído hablar por nuestros pagos, por supuesto). Y ¿qué puede hacer el traductor? No mucho, porque ha de someterse a una decisión totalmente equivocada del autor: como ya contamos en los primeros artículos de esta serie, nada puede explicarse que él no explique.
En fin. El resultado de todo esto es, en mi interior, una extraña combinación de sentimientos. Por un lado, se queda uno frustradísimo, porque las condiciones no le han permitido disfrutar de la traducción y —perdóneseme la arrogancia, creo que justificable, en este caso— lucirse con ella; por otro lado, está uno orgulloso de haber superado parcialmente la imposibilidad, para ofrecer al lector de lengua española un reflejo aceptable de The Corrections.
Termino con una nueva referencia cultural:
That’s all, folks!
Carta personal al autor del Diario

Señor Don Ramón Buenaventura:
De lo que dice en el Capítulo L, y al que no he añadido comentario, no me queda otra que unirme a su lamento: no son los idiomas, que pueden aprenderse, lo que nos separa, sino las referencias: y para desgracia de todos –incluso de la mayoría, que ni siquiera es consciente del problema–, esta Torre de Babel se ha caído ella sola, o al menos se está cayendo.

De la “sensación” que se desprende de sus últimos capítulos, sí quiero decir algo: quiero negar lo que dice. Hay arquitectos que hacen casas “impresionantes”; hay otros que hacen casas perfectas, en las que todo funciona como debe, en las que los que las habitan se sienten felices y a gusto (salvo por motivos ajenos a la casa) y los amigos, cuando visitan a sus habitantes, se sienten relajados.

Es una suerte que a un arquitecto verdadero, funcional, le encarguen una casa que, además, ya desde lejos va a llamar la atención y le va a dar nombre (aunque también conocemos que unos cuantos de los “impresionantistas” no son sino unos papanatas, apoyados por unos políticos, no menos papanatas, que quieren unir su nombre a la Historia local).

Pero a mí, se lo aseguro, que me den profesionales funcionales. Incluso aunque se hayan visto sometidos a limitaciones indebidas (tiempo escaso, no poder quitar ni añadir nada ni avisándolo...). Esa traducción debió resultarle un pequeño martirio.

Leí la novela a poco de aparecer, en su traducción. Por muchas de las cosas que ha contado en el Diario, y algunas más, me declaro incapaz de leerla “de corrido”, como hay que leer, en su lengua original. Y me gustó no mucho, sino muchísimo. Todos hemos oído algo que muchas veces es cierto: la música de una película es buena cuando, la primera vez que ves la película, ni te das cuenta de que tenía música.

De ahí podríamos sacar que una traducción es buena cuando al terminar el libro te das cuenta de que en ningún momento te pareció que estabas “leyendo una traducción”. Ese es su mérito, compañero Buenaventura: es usted el que ha sufrido las dificultades, sin traspasárnoslas a los lectores. ¿Que hubo algunos términos que desconocía? Al menos a mí me pasa mucho: leo una novela de barcos de velas y leo unos palabrazos que no tengo ni idea de lo que significan realmente, pero me digo (hacen eso para navegar más rápido).

Y he vuelto a leerla ahora, otra vez, nueve años después de la primera y unos 7 años después de haber seguido su Diario en el Trujamán. Y el resultado ha sido un placer todavía mayor. Y aunque la estructura, la trama, el ir, venir y volver, son cosa de Franzen, el lenguaje en el que la he leído es suyo.

Sr. Buenaventura. Usted, de ser menos experto, podría haberme “destrozado” este placer, pero lo ha potenciado. Me niego a aceptar esa sensación de “casi fracaso” que nos quiere transmitir en sus últimos capítulos. El placer que me ha dado convierte su traducción en un éxito (al menos para alguien tan egoísta como yo, que acostumbra a pensar en sí mismo).



Jonathan Franzen, Las correcciones; traducción de Ramón Buenaventura. Biblioteca Formentor, Seix Barral, abril de 2002
Ramón Buenaventura, Diario de un traductor: I a L, publicado en la sección El trujamán del Centro Virtual Cervantes entre el 29 de enero de 2003 y el 29 de abril de 2004


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